lunes, 1 de enero de 2007

LA INVASIÓN DE CEMENTO

Poco a poco, una inmensa capa de cemento fue ocupando el suelo de la ciudad. Alfredo el arboricida no dudó ni un momento a la hora de enlosetar hasta el último resquicio de verde en la ciudad. Guiado por sus expertos paisajistas educados en la Universidad zen minimalista decidió que las zonas verdes han de estar en las afueras y con esmero se dedicó a borrar cualquier mancha verde de los mapas del centro. Arrasó los naranjos centenarios de la plaza de la Virgen de los Reyes porque los paisajistas querían ver la fachada del Palacio arzobispal. A punto estuvo de arrasar también hasta el último árbol de delante del Parlamento para enseñar el hospital de las cinco llagas. Que el verde no tape ninguna piedra, es su lema.
Dejó sin sombra de árboles la avenida de la Constitución, igual que quitó los toldos de la calle tetuán, que al fin y al cabo eran tan sólo varios siglos de herencia de los zocos árabes: cambió los entoldados que bajan hasta diez grados la temperatura por unos parasoles absurdos que dan apenas sombra calurosa, consejo de paisajistas.
En la plaza nueva quitó el asfato...pero también los setos. Dejo tres parterres diminutos y vallados y la plaza es ahora una extensión inmensa de cemento... si hubiera desfiles militares en Sevilla, Alfredo les daría la bienvenida en su plaza de cemento.
Por fin, alguien en el Ayuntamiento vio que aún en los planos aparecía una gran macha verde. Era la Alameda de Hércules. Sin perder un minuto, con paisajistas de por medio, procedió: una extensión inmensa de adoquines de cemento en la que los árboles son sólo palos que salen del cemento, sin un hueco de verde a ras de suelo, sin una mota de tierra....
La alfombra de cemento será su herencia más querida, y más permanente. Se cargó la ciudad para hacerla más catetamente modernilla y mucho menos habitable.